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Me llamo Óscar Margreen, soy un conejo de césped, una
variante del doméstico, un capricho genético. Os voy a contar mi historia. La
primera raza pionera definida Margreen surgió en el siglo XVI a
partir de un cambio en el sistema de alimentación en dos tiempos: el conejo
común comía la hierba, las bacterias servían de nutrientes, una vez expulsados
los cecotrofos de color cetrino, volvían a ser ingeridos. En un momento dado, dejamos de practicar la segunda fase
y como consecuencia nuestro pelaje sufrió una mutación a césped, formando una cubierta, sedosa al
tacto, densa y verdinegra. Alguno de mis conejos antepasados, de color peculiar, ya son mencionados en 1755
por el naturalista conde de Buffon. Hasta llegamos a ser animal de compañía de la realeza francesa a mediados del
siglo XVIII. Pronto nos extendimos por el resto de Europa, así es como llegó mi
familia Leporidae a España.
Mi abuela era una coneja lagomorfa y parlanchina, me contaba historias, le
gustaba decir que los conejos Margreen somos “animales que se convierten en paisaje”. Me hacía sentir
una especie exótica. Una de mis actividades favoritas cuando era enano era
visitar la madriguera de mi abuela. Vivía en lo alto, al otro lado de la
ciudad, atravesando el arroyo y subiendo la cuesta. Golpeaba la puerta y rauda
aparecía ella, asomaba sus largas orejas verdosas entre la cortina de la
entrada, movía su cabeza ovalada y abría sus grandes ojos verdeagua dando
señales de júbilo. Subía la rampa para abrirme y ambos bajábamos mientras me
mostraba, a un lado y otro, sus plantaciones: leguminosas, rosales, gramíneas,
árboles frutales; plantas salvajes en tiestos de colores. Todos los recipientes
llenos de vegetación. Un mundo de hierba era el patio de mi abuela, un bosque
de felicidad.
Aún hoy, la veo excavando la tierra, en estado salvaje, para encontrar raíces, semillas y bulbos; construyendo la cerca con las piedras rugosas que encontraba a su paso. Oigo la voz de su relato, contando la película de lo que pasará, de las vidas que hay en una vida. Sentados en el jardín me habla de cunicultura, de flores, de los otros, de su madre, de su padre, de mi familia. Le hago fotos mientras ella me habla de la muerte. Así pasa la tarde hasta que, como si fuera un juego, me enseña su patita de color verde moteada, esconde algo, de su mano surge un cilindro comprimido, envuelto en un papel que dobló a conciencia, con algo escrito: “Mil para Óscar”. La madre de mi madre, con su bata de césped prepara la herencia, me habla con refranes que aún no entiendo, de tesoros, de amor animal, de voces envueltas para sobrevivir, de cariño del bueno. Mi abuela coneja tejía los sueños, decía tantas cosas. El legado de mi sabia abuela fue gigante, mil palabras para que el nieto Margreen escribiera su propio destino.
Aún hoy, la veo excavando la tierra, en estado salvaje, para encontrar raíces, semillas y bulbos; construyendo la cerca con las piedras rugosas que encontraba a su paso. Oigo la voz de su relato, contando la película de lo que pasará, de las vidas que hay en una vida. Sentados en el jardín me habla de cunicultura, de flores, de los otros, de su madre, de su padre, de mi familia. Le hago fotos mientras ella me habla de la muerte. Así pasa la tarde hasta que, como si fuera un juego, me enseña su patita de color verde moteada, esconde algo, de su mano surge un cilindro comprimido, envuelto en un papel que dobló a conciencia, con algo escrito: “Mil para Óscar”. La madre de mi madre, con su bata de césped prepara la herencia, me habla con refranes que aún no entiendo, de tesoros, de amor animal, de voces envueltas para sobrevivir, de cariño del bueno. Mi abuela coneja tejía los sueños, decía tantas cosas. El legado de mi sabia abuela fue gigante, mil palabras para que el nieto Margreen escribiera su propio destino.