:: eternamente

 

Si es el instante fin de lo presente,


y el principio también de lo futuro,


y en un instante al riguroso y duro


golpe tengo de ver la vida ausente.


¿Adónde voy con paso diligente?


¿Qué intento? ¿Qué pretendo? ¿Que procuro?


¿Sobre qué privilegios aseguro


esto que ha de vivir eternamente?


No es bien decir que el tiempo que ha pasado


es el mejor, que la opinión condeno


de aquellos ciegos de quien es culpado.


Ya queda el que pasó por tiempo ajeno,


haciéndole dichoso o desdichado,


los vicios malo, y las virtudes bueno.


-- de Lope de Vega --

 

 

enero - - El amor es guerra, un laberinto, una enfermedad, una borrachera, un sueño.
febrero - - A veces busco un paraíso que ya tengo, otras veces tengo el abismo que busco.
marzo - - ¿Quién tras la sombra que se revela porvenir, oscura y desenfocada?
abril - - Un mundo penetra en otro cuerpo, en la ciudad de otro, la ciudad en el cuerpo.
mayo - - La idea me desasosiega y soy idea.
junio - - El silencio desgastador es palabra doble que destroza de una punzada el cerebro.
julio - - Viene la primavera de arriba, la sentí en la sombra del árbol, opuesta a la luna que cae.
agosto - - Qué se me acaba la sangre para respirar toda la tierra que me cubrirá.
septiembre - - De negro por nosotros, no lloró por nosotros, lloro por mí. Y yo en silencio.
octubre - - La mujer se hizo verbo y degustó arándanos, recuerdos dulces y agrios.
noviembre - - Cuando abro los oídos, estallan los ojos, veo y oigo el otro mundo real.
diciembre - - La primera palabra curativa que se te ocurra para el resto de una vida.

 
-- de Carlos Sánchez Alberto, 1996 --

:: santos inocentes

imagen::calber. de la película "freaks", 1932

 

#28deDiciembre Día de los Santos Inocentes. El origen de la celebración es oscuro y sanguinario. Hay que remontarse a una escena muy marcada por el cristianismo, que fue la matanza orquestada por Herodes I “El Grande” para deshacerse de Jesús de Nazaret. Herodes ordenó matar a todos los bebés menores de dos años nacidos en Belén, Judea, tras ser engañado por los sabios del oriente que habían prometido proporcionarle el lugar exacto del nacimiento de Jesús. Aunque según el Evangelio de Mateo, la matanza tuvo lugar tras la visita de los Magos al rey, por lo que los Santos Inocentes tendrían que celebrarse el día 7 de enero.

:: dos abuelas

 imagen::calber / texto::may
«a dos abuelas en lance, cada una a su manera»



¡Tocados de otros días,


mustios encajes y marchitas sedas;


salterios arrumbados,


rincones de las salas polvorientas:


daguerrotipos turbios,


cartas que amarillean;


libracos no leídos


que guardan grises florecitas secas;


romanticismos muertos,


cursilerías viejas,


cosas de ayer que sois el alma, y cantos


y cuentos de la abuela!...

-- de Antonio Machado --

:: aire

 «El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas»  La noche boca arriba _Julio Cortázar

(2:9) Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en el este iba delante ellos, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. _ Evangelio según San Mateo.

 

imagen::calber
 
¡Respira, el aire es amor! este es mi deseo purificador para el próximo año. Qué extraño la realidad por la que estamos pasando, casi una ensoñación, estrellas que aún lucen y otras que se apagaron, pero brillan en el interior. También hemos descubierto lo importante de las cosas sencillas, como el aire. Influido por los fenómenos cósmicos, he mezclado a Cortázar con San Mateo, es fácil hacer volar la imaginación, dejarse llevar por Kepler que determinó que las conjunciones de Júpiter y Saturno formaron “La estrella de Navidad”. Paradójicamente, desde hace 400 años los dos planetas no habían estado tan juntos como este infausto 2020 de Covid y distancia de seguridad. Resistamos en la esperanza, al menos, de cuatro siglos por delante de vacuna, aire y amor. Feliz Navidad y próspero 2021!
 

Una idea de Pérez-Muelas, a partir del cuento de Cortázar «La noche boca arriba»

 

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:: La noche boca arriba

La noche del  21 de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno, se produjo la “gran conjunción”.  Júpiter y Saturno, se vieron tan cerca, que parecían una sola estrella en el cielo. La llaman "Estrella de Navidad”.  Los dos gigantes gaseosos no habían estado tan próximos desde hace 400 años. Cada 20 años Júpiter alcanza a Saturno en su carrera alrededor del Sol, visto desde la Tierra. En ese momento, los tres planetas se alinean. Y han pasado casi 800 años desde que esta conjunción se produjera por la noche. Un espectáculo que se volverá a repetir en el 2080.

imagen::calber

«La noche boca arriba» es un cuento de Julio Cortázar. Apareció en "Final del juego" publicado en 1955 —primera edición en México— y posteriormente en 1964 —segunda edición aumentada. La narración está incluida en la tercera parte del libro.  

Una idea de José María Pérez-Muelas: "Contra Rayuela, libros que envejecen"

imagen::NASA


«La noche boca arriba»

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las ESTRELLAS y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba,

:: Darío «COLLAGE 10»

«Siento no tener por lo menos un hijo para pasar el resto de mi vida educándolo según mis ideas, dotándolo de la más completa instrucción que se pueda dar»  Rimbaud, carta a sus amigos. 1883

 
::Es sencillo hacer un collage o confeccionar una lista de la compra. Es muy fácil tener un hijo, tanto como jugar, como los juegos del lenguaje. Mi hijo se llama Darío, y vino al mundo sin esfuerzo. Él le da sentido a mi vida, una frase que le habréis oído a muchos progenitores, pero que en este caso es verdad absoluta. El otro día en el “Red-bud-hit club”, hablaron de paternidad, me interesó muchísimo. El padre como modelo ético, como referente artístico incluso. Los tertulianos eran hombres de otro tiempo, ideales y por eso el discurso les salió buenista, lleno de referentes culturales inducidos. El mito del eterno retorno de Mircea Eliade, que no deja de ser la idea principal al hacer un collage o al intentar repetirnos en nuestros vástagos. Me interesó mucho la referencia que hicieron a una de las obsesiones de Pascal Quiñar: la preocupación por el "antes de nacer". Y no sé bien, si aludía a los creadores o a su descendencia. Quizá, en mi caso, sea tan fácil la reproducción porque cuento con la pasión como materia prima, y porque ya Darío está conmigo, en mí, y con él está su madre, siempre pendiente de nuestro cuerpo. Contamos con la alegría, el fruto de la sangre, toda esa explosión de corta y pega en forma de papeles, fotos, patrones de colores. Un collage es un taller de nostalgia, un mercado de verduras y frutas, un corazón girado.

 
calber:: collage “darío” 2020

 
CONVOCATORIA DE “COLLAGE” Nº 10

Dirigido por Alfonso Aguado Ortuño.

Participantes: Alfonso Caccavale, Cristina Holm, Manuel Molina Glez, Georgia Grigoriadou, Manuel Calvarro, El Taller de Zenon, Cal Ber, Sabela Baña, Lur Sotuela Elorriaga, Rosa Maria Alcañiz, Thorsten Fuhrmann, J.Ricart , Claudio Romeo, Emilio Blazquez Domenech


imagen::calber
 
 

:: arte conceptual

Paula Punzón García, es artista polifacética, nació en Torquemada, Palencia. Estudió en EastHam School of Art, Londres. Cursó Postgrado en Arte Conceptual y Pedagogías Feministas en la Escola Massana y la Universidad Autónoma de Barcelona. La relación entre el arte, la historia y la experiencia de la mujer en el mundo contemporáneo es un tema constante en su obra. Desde hace años coordina el curso: “Arte contra la violencia machista» El focus de su carrera es la creatividad como un medio directo, y la sensibilidad de la experiencia femenina. Por ello ha conseguido varios premios y accésits a lo largo de su trayectoria. Sus grandes influencias han sido Kate Millett, Concha Jerez, Ana Mendieta y Esther Ferrer entre otras y por supuesto, su madre y todas las mujeres alternativas que le han precedido en su familia. En su accionar artístico se dedica a la transmisión feminista para impulsar variables de creación.

imagen:: Paula Punzón García. “La sensibilidad de la experiencia femenina”, 2003. Muñecas rotas, tijeras, relicarios, fotos de modelos y de costumbres ancestrales, hacen que el arte conceptual conviva con otros géneros como el arte povera. La búsqueda “arqueológica” de las piezas que rescata de su propio entorno, la entiende Paula como parte de work in progress. En una sugerente composición espacial, pone de manifiesto el origen cultural e histórico del patriarcado.

 

Concha Jerez  (Las Palmas de Gran Canaria, 1941). Pertenece a la primera generación de arte conceptual en diálogo con Fluxus y con el grupo español ZAJ. Me encontré con ella en persona en el 2002, en el Centro de Arte La Regenta de Las Palmas, ese verano de exploración. Portaba un miniporfolio a modo de tesoro en la mochila para la supervivencia. La encontré en aquella antigua fábrica de tabacos, con su pelo rojizo y su sonrisa moderna. Estos días de pandemia, la creadora presenta en el Reina Sofía “Que nos roban la memoria”, una exposición donde revisa su trabajo desde los setenta en la que entrecruza su memoria y la colectiva.

imagen:: Luz Dary Velazquez. Concha Jerez & Calber,  Reina Sofía, 2020

En el Reina la he descubierto de nuevo encantadora. Todo este trasiego me trae los recuerdo canarios, allí también reencontré por azar a una colega colombiana, Luz Dary Velazquez que compartió taller conmigo en Londres y a la que había perdido la pista. Por casualidad nos vimos en medio del tumulto en el Centro Cultural de Los Cristianos. Me invitó a su nueva exposición y pasé unos días en su casa, coincidió que celebramos el bautizo de su hija (parte de otra historia). También me actualizó las noticias sobre Paula, su compañera de piso en Londres y colega de nuestro taller. Paula Punzón García fue quien en realidad nos descubrió a Concha Jerez y por eso la traigo aquí a colación, porque es una artista conceptual fantástica y estará muy contenta de compartir esta entrada con su maestra. Concha está siempre en nuestra memoria canaria, con su pelo rojo como verdadera “mutante-mediática” (un término acuñado por José Iges) que ha cambiado también a quienes la seguimos en la proximidad artística.


/////// [contenido editado - 7-enero- 2021 -]

imagen::eva hernandez

Como en una “performance” nos cruzamos con Concha Jerez de nuevo en 2021, con la suerte de la prorroga de su exposición. Fui con mis sobrinos a ver el Guernica y después a lugares recónditos, como la Sala de Bóvedas y la Sala de Protocolo donde la encontramos. Mis sobrinos me dicen, “qué vergüenza tío, no le digas nada”, pero yo intrépido, no pude resistir la tentación de pedirle un nuevo selfie para esta sección. Como en sus obras asistimos a obsesivos “seguimientos de noticias”, testimonio de utopías.
 

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:: Greco - Prado - Illescas

imagen::calber
 
Unas obras de acondicionamiento han permitido que el Museo Nacional del Prado se convierta en anfitrión de las cinco pinturas del Greco que se conservan en el Santuario de Nuestra Señora de la Caridad de Illescas (Toledo). El Prado nos ofrece la oportunidad extraordinaria de contemplar en la sala 9 B, hasta febrero de 2021, el fundamental conjunto de pinturas realizadas por el Greco para este templo, entre 1600 y 1605. Se trata de una ocasión única (qué maravilla para un toledano poder decir: "yo estuve allí") para cotejar un conjunto esencial de la producción final del pintor, caracterizada por el completo desinterés por las convenciones espaciales, el uso de modelos alargados y llameantes, creados con pinceladas cada vez más deshechas y vibrantes, un cromatismo reducido y una iluminación relampagueante.

 ⦿ San Ildefonso


Fue uno de los santos más venerados y representados de Toledo, donde fue obispo entre 657 y 667. Escribió un tratado en defensa de la virginidad de María. Se considera además que fue dueño de la talla de la Virgen de la Caridad. Los dos hechos están presentes en esta original obra que el Greco convirtió en una realidad cercana y palpable que acontecía en la misma época del encargo. La técnica fluida y llena de matices, así como el contenido cromatismo hacen de esta pintura una de las más refinadas del Greco en esas fechas. 


⦿ La Virgen de la Caridad


El Greco recuperó una iconografía medieval para representar a la Virgen como protectora de los fieles, seis caballeros vestidos según la moda del momento. El de la derecha se ha identificado con Jorge Manuel, hijo del pintor, que también firmó el encargo y que tal vez participó en esta pintura, de tratamiento más esquemático. Estas figuras fueron criticadas por los administradores del Hospital, que las consideraron inapropiadas. En 1902 el lienzo se amplió y se trasladó a uno de los altares laterales.

 

⦿ La Anunciación


Tras la irrupción de san Gabriel en la habitación de María, esta aparece aceptando sumisa ser madre del Hijo de Dios, bajo la presencia del Espíritu Santo, la blanca paloma. Los gestos perfectamente codificados de manos y brazos, así como los modelos humanos y el estilo pictórico, prolongan lo desarrollado por el Greco en el Retablo de Doña María de Aragón, conservado en el Prado. Sin embargo, no aparecen los habituales angelillos, y las únicas referencias escénicas son el atril y el jarrón con azucenas, símbolo de la virginidad mariana.
 
 
⦿ La Natividad
 

El Greco adapta las figuras de la Virgen y san José a la forma circular de la tela, pensada para verse en el lado de la Epístola, a la derecha del espectador según mira de frente a la capilla mayor. El formato y la altura a la que debía ser vista la obra explican la disposición sinuosa de las figuras. El Greco sumergió la escena en un poético escenario nocturno, convirtiendo al Niño en un foco irradiador de luz. Además, incluyó las cabezas de la mula (detrás de María) y el buey, situado en primer término, en marcado escorzo.
 
 
⦿ La coronación de la Virgen
 

El Greco trató en varias ocasiones el tema de la entronización de la Virgen, su triunfo final como Reina de los Cielos. En Illescas llevó la composición a un óvalo destinado al centro de la bóveda y por tanto a mayor altura. Esa situación explica el modo en que el pintor “deformó” las figuras principales, así como el uso de los acrobáticos ángeles. La comparación con la versión del Prado demuestra la capacidad del Greco para variar sus propias creaciones.