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“En cualquier momento de decisión lo mejor es hacer lo correcto, luego lo incorrecto, y lo peor es no hacer nada”. Roosevelt revisó su última decisión en 1919. Para aquellos seres humanos que necesiten un cuerpo para la vida, un certificado de que se es un ser vivo, se está vivo, se vive. Quizá para aquellos que necesiten un certificado supletorio por estar pendientes de clavos ardiendo. Aquellos deberán indicarlo expresamente en el muro. El muro se contagia, se convierte en lo que tiene al lado, el ladrillo en papel con cruces, con ticks aprobatorios, un plan. Al realizar la solicitud, encuentras un grupo, lo llaman tribunal, que va preguntando sobre confirmaciones oficiales. En cada grupo debes caber tú, cada miembro del grupo te va a juzgar: la bailarina de Auschwitz se despide de su pasado y los perros; el pastor preside el acto, busca con lo ojos un poco de luz en tu interior; los jugadores de naipes son el padre y la madre de todos nosotros; al fondo una señora con lechera y pájaro es ejemplo de virtud y modelo a imitar. La distribución de los personajes en el tribunal produce un bello espacio en el que se articulan magistralmente preparados para sentenciar. Cada uno deber haber revisado previamente su perfil de humano. Comprobar que todas las asignaturas y créditos realizados, cada minuto que se ha vivido, se han superado. Es responsabilidad de Dios elegir la puerta adecuada, el futuro es un corredor, vialidades que alojan en sus áreas laterales distintos tipos de decisiones. La serenidad en estas circunstancias está detrás de una de las salidas. Es posible abrir una de ellas, cambiar todo lo que nos hace indecisos. Un certificado personal en que un sí o un no pueden cambiar toda nuestra existencia.