
imagen::calber & francis
::bajo este sol que no perdona —no el de las postales marinas, sino el que cae como un deber antiguo sobre los campos— la piel aprende a contar historias. Aceituneros altivos, ¿quién levantó los olivos sino esas manos curtidas que saben del peso del día y del filo abrasador de las horas? La luz, unida al agua pura y a los planetas, fue dibujando hermosuras en los troncos retorcidos… y también en los rostros que la enfrentan.
En esa piel bareada, que no conoció más playa que el resplandor seco de la tierra abierta, fueron apareciendo pequeñas islas ásperas: manchas, parches, querencias del sol que se quedaron demasiado tiempo. Queratosis actínica, solo es la memoria de la intemperie escrita en la capa más visible del cuerpo. A veces, ese recuerdo se endurece, crece, insiste. Y en ocasiones, como un germen silencioso, exige ser extirpado: un pequeño huso de piel, marcado como se marcan los puntos cardinales de una vida de trabajo, para dejar los bordes limpios, para abrir paso a la curación.
Y aun así, incluso en la herida, incluso en el color pintado para orientar al bisturí, continúa latiendo el mismo misterio: la piel como un campo donde el sol ha sembrado sin preguntar, y donde el cuerpo, altivo como el olivar, sigue respondiendo. Porque lo que aparece no es la huella de vacaciones soñadas, sino la de una vida entera bajo el cielo abierto, trabajando la luz hasta que ella, inevitablemente, comenzó a trabajar la piel. Arthur Inclán & calber
