
Era un cálido junio de verano en el crisol del tiempo, dos historias se deslizan, invisibles, paralelas. Durante varios días, navegaron por aguas cristalinas, admirando paisajes de ensenadas escondidas, pueblos pintorescos y ciudades llenas de historia como Barcelona, Cagliari, Nápoles, Roma, Génova y Marsella. La familia Sansan navega en el vasto susurro del Mediterráneo occidental, sus hijos risueños lanzando barcos de papel al vaivén de las olas, sus nietos enredados en juegos que parecen eternos. La cubierta vibra con risas, con el eco de historias que el mar se lleva y trae, mientras el sol se desliza en un cielo que no termina, y la vida se despliega en horizontes que solo el agua puede contener.
A pocos kilómetros, en un balneario de Albacete, la familia Sangar, los abuelos se refugian en la quietud de un tiempo detenido. La tierra seca sus manos, los días se diluyen en el olor a azahar y a agua termal. La estancia es un refugio de recuerdos, de historias que se cruzan en las arrugas, de silencios que hablan en la lentejuelas de la memoria. Allí, el sol se filtra a través de ventanas cerradas, y el silencio es un río que no conoce olas, solo remolinos de años y de calma.
Ambos viajes, diferentes en espacio, iguales en esencia: la búsqueda de algo que no se puede ver, la continuidad del tiempo que se escurre entre risas y suspiros, entre mares y jardines secos. Y en esa simultaneidad, en esa distancia, uno siente el latido de la familia, el eco de la tierra, y en el otro, la quietud de los abuelos, la historia que aún se despliega en cada arruga, en cada suspiro. Dos historias, dos viajes, un mismo tiempo, un mismo deseo de pertenecer a algo más grande que uno mismo. _ Arthur Inclán